La leyenda del Cid: 93
X
[editar]XII
[editar]Aquella noche sus cuentas
con el Abad ajustó
el buen Cid, y aseguró
a Cárdeña grandes rentas.
Dió a los monjes gracias mil
por la guarda de su honor,
y presentes de valor
con largueza muy gentil.
Y concluyendo de hacer
con los monjes y Jimena
y sus hijos sobria cena,
se fueron a recoger.
Entonces en su aposento
antes de irse a reposar,
a solas a platicar
se pusieron un momento.
Era la primera vez
que el Cid a dormir tranquilo
iba en aquel santo asilo:
¡y ya era tiempo pardiez!
pues más de veinte años ha
que la guerra por hacer,
no estuvo con su mujer
tan libre como ahora está:
y desde su edad primera,
no habían tenido ocasión
de abrirse su corazón
con satisfacción entera.
Así que libre de todo
cuidado y del mundo ajeno,
entró el Cid de gozo lleno
en plática de este modo:
«Al fin, Jimena de mi alma,
nos torna Dios a juntar,
y al fin podemos gozar
unos momentos de calma.
No te hablare de mi amor
ni me hables tú a mí del tuyo:
pues no hubo a lo que yo arguyo
otro que el nuestro mayor.
¡Qué pesares tan prolijos,
qué ausencias nos le han probado!
mas no hablemos del pasado:
hablemos de nuestros hijos.»
Jimena palideció
y se nublaron sus ojos.
«¿Qué te da miedo o enojos
ahora?» — él la preguntó.
«Nada, Rodrigo», dijo ella.
«Algo por Dios te apesara,
pues veo impresa en tu cara
de oculto pesar la huella.
Como marido y mujer
que nos podamos echar
algo en rostro, ni pensar
me ocurre, ni puede ser.
Tú y yo por el cómo y cuándo
y porqué casado habernos,
ejemplo que dar tenemos
al mundo, y lo estamos dando.
Ni hay que dudar, ni yo dudo
de ti, ni nadie es posible
que piense tal imposible;
con que de argumento mudo.
Cuando a los hijos nombré,
la color te se mudó.
¿Son malas mis hijas?
JIMENA. No.
EL CID. ¿Os faltó alguno?
JIMENA. No a fe.
EL CID. Si alguien osó, claro dilo:
aunque el mismo Rey sido haya,
que él nunca se tiene a raya
y tengo el alma en un hilo.
JIMENA Nadie osó, Rey ni vasallo,
ni osará jamás, Rodrigo.
EL CID. Es que el Rey…
JIMENA. Que no, te digo:
mi palabra basta.
EL CID. Callo.
Mas roe tu corazón
pesar oculto, y yo creo
que por los hijos: lo veo
y estas penas de ambos son.
¿Mal te ha parecido Diego?
JIMENA. ¡Mi hijo parecerme mal!
EL CID. Es un mancebo cabal.
JIMENA. Me enorgullece.
EL CID. ¿Pues luego
qué te inquieta, qué te apena
por el hijo o por las hijas?
¡Los ojos en tierra fijas!
Habla: ¿qué tienes, Jimena?
JIMENA. Nada.
EL CID. ¿Un secreto conmigo?
JIMENA. Es una superstición.
EL CID. Mas ¿tiene alguna razón?
JIMENA. Para mí sí, mi Rodrigo.
EL CID. Pues habla: que cuando a haber
llega la aprensión más leve.
ser comunicada debe
entre marido y mujer.
JIMENA. Ya te he dicho que no es más
que una ruin superstición.
El CID. Di lo que es en conclusión.
JIMENA. Acaso a ofenderte vas.
EL CID. ¡Angel de mi hogar! ¿qué puede
haber en ti que me ofenda?
Explícate: que comprenda
tu aprensión, y entre ambos quede.
¿Qué temes?
JIMENA. Tan sólo a Dios.
EL CID. Mas ¿por qué por nuestros hijos
temes a Dios?
JIMENA. Porque fijos
sus ojos de ellos en pos
deben de estar y… perdona,
Ruy; yo te amo, te venero:
mas Dios juzga justiciero.
EL CID. Mas a los justos abona.
¿Qué tiene que hacer de Dios
con mis hijos la justicia?
JIMENA. ¡Ojalá sea propicia
con los hijos de los dos!
EL CID. Jimena, me estás abriendo
ante la mente un abismo,
que lucho conmigo mismo
por no entender que comprendo.
JIMENA. Perdóname, Ruy; perdona
mi superstición: mas temo
que hay algo ante el Ser Supremo
que en su ley no nos abona.
El delito de los padres…
EL CID. Yo al tuyo…
JIMENA. ¡No lo recuerdes!
EL CID. ¡El juicio creo que pierdes!
JIMENA. ¡El alma no me taladres!
EL CID. Tú sabes cómo y por qué:
la ley y el honor me abonan.
JIMENA. La ley y el honor perdonan
aquí…, pero Dios, no sé.
EL CID. ¡Jimena!
JIMENA. Yo quise en mí
mi creencia sepultar;
tú me mandastes hablar:
tú mandas; yo obedecí.
Ya sabes, pues, mi Rodrigo,
cuál es la superstición
que roe mi corazón.
Y yo la parto contigo.
EL CID. Razón no tiene a mi ver:
mas tú eres, mujer, tan santa,
que desde hoy al Cid le espanta
lo que espanta a su mujer.
Mas quédese entre los dos;
nunca más nos lo digamos.
Jimena, es tarde: durmamos:
déjalo en manos de Dios.
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Es disposición divina:
toda humana criatura
sobre la tierra camina
royendo alguna amargura,
u ocultando alguna espina.
Misterios de la existencia,
poder de la fe, influencia
de la educación ¿quién sabe?,
no hay quien por llevar no acabe
un gusano en la conciencia.
Y el que más crece y se eleva,
aquel venturoso al cual
no hay ya poder que se atreva…
ese es quien al cuello lleva
más apretado el dogal.
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Vuelve el Rey sobre Toledo
y el Cid se vuelve a Aragón:
y el Cid… (hablemos muy quedo)
por primera vez el miedo
percibe en su corazón.
A Aragón lleva Rodrigo
su hijo don Diego a la lid:
Jimena queda al abrigo
del claustro, y guarda consigo
a las dos hijas del Cid.