La leyenda del Cid: 75

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La leyenda del Cid de José Zorrilla
La leyenda del Cid

VIII[editar]

VIII[editar]

Vuelto al fin del paroxismo
de dolor que al padre ahoga,
volvió el viejo Arias Gonzalo
a su bárbara fe heroica:
y viendo a su tercer hijo
que para entrar en lid monta
a caballo al pie del muro,
así desde él le apostrofa:
«Ve, Hernán D'arias, ve, hijo mío,
y que no te sobrecoja
el oler sangre en la liza
por ser nuestra sangre propia.
Tu causa es buena: si Dios
tu buena causa abandona
y eres vencido… ¡por Cristo
que mueras, hijo, con honra!
Moriremos uno a uno
todos cinco por Zamora;
y si Dios nos desampara,
Él de nosotros responda.»

No se sabe si Hernán D'arias
oyó estas frases: si oyólas,
nada respondió a su padre .
atento a lo que le importa
por el momento: el cuidado
de sus armas y persona,
que de la prez de su estirpe
van a ser mantenedoras.
A caballo ya, tantea
cinchas y riendas: coloca
bien los pies en los estribos
y en la silla se encajona.
Mueve y revuelve el caballo
para ver si algo le estorba
o le hostiga que le impida
ser dócil a la maniobra;
y hallándose a gusto, pide
broquel y lanza: los toma,
pica, y del campo a las puertas
presentándose se nombra.

Abriéronle todos paso;
juró, e hicieron las trompas
señal de atención, la gente
contemplándole anhelosa.
Don Diego Ordoñez al son
de los clarines, por la otra
parte al palenque bajando
con nuevas armas, galopa
sobre un caballo de encuentros
ancho, largo de carona,
y tan duro de jarretes
como sentido de boca.

Al presentarse don Diego
la gentualla bulliciosa
quiso aplaudir: mas el Cid
gritó con voz estentórea:
«¡ Silencio! Dios y los jueces
entre Castilla y Zamora
juzgarán: el que partido
tome en la lid, va a la horca.»

A cuyas palabras dócil,
inmóvil y silenciosa
la multitud quedó en torno
de la arena a lid pronta.
Don Diego en vez de armadura
de piezas, viste una cota
con mangas, cuello y capucha
que de la cabeza dobla
la defensa bajo el casco,
y que por debajo sobra
de la coraza, argollada
por el puño a las manoplas.
Bajo ella de pierna y brazo
se ve la atlética forma
muscular, adivinándose
su agilidad vigorosa:
y entra al parecer resuelto
a emplear su fuerza toda
en la primer embestida,
para ahorrar fatiga y horas.
Hernán Darlas viene armado
y montado a la española,
con armadura vizcaína
tan sencilla como sólida.
Su caballo es bayo-lobo,
árabe y criado en Córdoba,
más recio que corpulento,
de una agilidad que asombra.
Sus pupilas centellean,
y cuando respira y sopla
parece que en las narices
enciende dos ascuas rojas.
Los dos campeones son pares,
y en ambos a dos se nota
el ardor por el combate
y el afán por la victoria;
en Arias por dejar libre
a su pueblo de deshonra,
y en Lara por inmolar
a su Rey tal hecatomba.
Ya están ambos en su puesto
y esperan sólo que se oiga
la última señal, pudiéndose
sentir volar una mosca.
¡Partid! —gritó el real heraldo:
y el uno del otro en contra
partieron como dos piedras
disparadas de dos hondas.
Encontráronse con ímpetu
de torbellinos, y rotas
las lanzas en los broqueles,
la carrera ambos se cortan.
Ambos vacilan un punto
mientras los caballos cobran
el equilibrio; mas, firmes,
ninguno se desarzona.
Menos sentido Hernán D'arias
del encuentro, o más briosa
su ágil bestia amaestrada
en la escaramuza mora,
quebróla a zurdas con rápida
destreza maravillosa,
y dio una estocada a Ordoñez
por ventura suya corta.
Don Diego al sentirse herido
caballo y hierro recobra,
y se la paga en un tajo
que le hace el broquel dos hojas.
Arias entrando y huyendo
tan sin descanso le acosa,
que por tres golpes que para
siente que cuatro le tocan:
y a no ser por los anillos
de su bien templada cota,
ve que su piel ya estuviera
por más de tres partes rota.
Su caballo que no puede
revolverse en tierra poca,
da en vez de quiebros corcovos,
se engalla, se barre y bota.
Don Diego al ver la ventaja
de Hernán D'arias, reflexiona
que va a perder tal partida
si su caballo acalora;
y de repente, sacándole
cual si se le huyera, a posta
esquivando a Arias, terreno
le gana: en carrera loca
creyéndole, Arias, huído,
da sobre él; mas él le afronta
de repente revolviéndose,
y sin darle a que recoja
su ciego caballo tiempo,
por entre el peto y la gola
metióle don Diego rápido
de su ancha espada la hoja.
Arias sintiéndose ahogarse
su ciego esfuerzo redobla;
jinete y caballo a tajos
en lugar de herir azota,
y con el último, al caer
con las mortales congojas,
cortó al caballo de Ordóñez
brida, belfo y muserola.
El bruto desenfrenado,
se espanta, huye y se desboca:
y mientras al tercer Arias
su misma sangre le ahoga
salta la estacada y saca
de ella a Ordoñez, cuya cólera
no tiene límites viendo
de los Arias la victoria.

Ley de esta lid: «quien del campo
sale, pierde y se deshonra
aunque venza; se supone
que huye y que el triunfo abandona.»


Introducción: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo I: I - II - III - IV - V - VI; Capítulo II: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo III: I - II - III - IV - V - VI - VII VIII; Capítulo IV: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII; Capítulo V: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo VI: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VIII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo IX: I - II - III - IV - V; Capítulo X: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII; Capítulo XI: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XII: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XIII: I - II - III - IV; Capítulo XIV: I - II - III - IV; Capítulo XV: I - II - III - IV;